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Voladura controlada del Senado o “la Gandula”

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La voladura controlada del Senado parece que sería eficaz. Actualmente hay modos muy precisos y seguros para derruir un edificio. Se podría hacer con la certeza de no dañar un próximo convento ni el Conservatorio de música –aunque éste importe poco a los gerifaltes culturales que quieren prescindir de las humanidades en los sistemas educativos–. Sin embargo, puede que la intención no diera el resultado conveniente. Sería difícil, por no decir imposible, encontrar un momento adecuado en el que en la santa casa hubiera algunas personas más que los ujieres, quienes –ellos sí–cumplen con su misión.

 

Senado español

Por lo tanto, derribar las paredes del Senado no conduciría a nada. La partitocracia perdería el culo en apoyar al gobierno en la dedicación de una partida ilimitada para acondicionar, –como ya se ha hecho con el despacho, dependencias y su dotación de recursos materiales y humanos para no uso, o esporádico, del rey paseante–, tantas –o más– habitaciones y espacio para acomodar a los ínclitos padres de la patria, sin que para cada uno faltara la imprescindible dormilona.

 

Claro que, hablando de gandula, ni caída del cielo vendría la ley de agosto de 1933, que se promulgó siendo Presidente de la República Niceto Alcalá Zamora y Presidente del Consejo de Ministros Manuel Azaña. (Publicada en la Gaceta de Madrid.- número 217 del 5 de agosto de 1933.) Fue una ley que daba alimentación, vestido y alojamiento a los beneficiados por la disposición. La, popularmente llamada la Gandula, era la, por denominación oficial, Ley de vagos y maleantes. Una ley muy bien acogida por el dictador, amigablemente apodado Paco Medallas, quien en 1954 añadió a los homosexuales a los anteriormente distinguidos por la ley. En 1983, estos fueron excluidos y en 1989 la ley fue derogada y sustituida por otra sobre peligrosidad y rehabilitación social.

La Gandula era muy clara sobre aquellos a quienes podía favorecer. En su Artículo 2º define (y cito sólo los tres apartados iniciales:

Primero. Los vagos habituales.
Segundo. Los rufianes y proxenetas. .
Tercero. Los que no justifiquen, cuando legítimamente fueren requeridos para ello por las autoridades y sus agentes, la posesión o procedencia del dinero o efectos que se hallaren en su poder o que hubieren entregado a otros para su inversión o custodia.

En aras de la gloriosa inutilidad, del prestigio decreciente, de la sobresaliente inasistencia, y de la degradante y desvergonzada incorporación de posaderas, sería justo y digno substituir la legislación en que se asienta el Senado por la reposición de la Ley de vagos y maleantes, con un solo añadido, el de siesteantes. Ello llevaría ligeras adaptaciones al edificio para cumplir el acogimiento residencial expresado en la ley. Su aplicación redundaría en un beneficio presupuestario muy significativo. No sólo porque la ley, en uno de sus artículos, establece un plazo máximo de acogida y permanencia de tres años, sino porque, de un plumazo, no habría que contabilizar sueldos, dietas, vivienda, automóviles, gastos de viaje, prebendas, jubilaciones graciosas, gastos de representación, y costes de decoración y mantenimiento del hemiciclo.

Y, encima, sería un buen comienzo para la recuperación de la dignidad, la honradez y el prestigio de la nación española.

Es posible que, al retorno de la Gandula, se le pueda poner algunas objeciones; a mí sólo se me ocurre una: la protección que ofrece el aforamiento, que dejaría de existir, y que puede ser fervientemente deseada por quienes se apoltronan en el Senado, y especialmente por quienes en estos días de julio de 2015 han hecho novenas a los santos patrones de imposibles, Santa Rita incluida. Los nombres de los pretendientes, creo que ya admitidos, son elocuentes.


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