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Santiago Rusiñol: 'Desde una isla: La despedida'

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Más que temor al mar, pavor insuperable es el que sufre Rusiñol. Llega la hora de la despedida de esta estancia de dos meses en Mallorca en 1893 y, en este séptimo y último artículo de la serie "Desde una isla", Rusiñol huye a un hermosísimo jardín, Raixa, y allí descubre qué es verdaderamente, lejos de las definiciones, una isla.

pintura
Santiago Rusiñol: "Brollador del faune" (1902)

Desde una isla: La despedida

Estaba escrito. No había más remedio que marcharse atravesando aquel mar, aquel terrible mar que rodeaba la isla como un anillo de agua. No siendo pez, ni ave, no había otro camino que seguir, que el camino indefinible de las olas, para salir de la isla en pos de una patria continente! ¡Ay! El hombre, ese algo tan astuto, tan incansable, tan busca-inventos, no había inventado nada, hasta la fecha del mes de abril del año de mil ochocientos noventa y tres, que nos sacara sin barco de estas islas, que aun siendo las adyacentes, las mirábamos separadas de Cataluña por una línea de azul que nos daba escalofríos!

¡Tan hermoso como es el camino de las nubes, á poderlo andar en un globo bondadoso y dócil á ser dirigido! tan nuevos los senderos submarinos, á poder andar por ellos como congrios, besugos, ú otros peces que gozan el privilegio de respirar donde no respira el hombre, ni aun la mujer, con ser mucho más ingeniosa y sutil, según dicen los sabios! ¡Qué vida, Dios mió, la del marino y sobre todo la del marino... forzoso! ¡Qué bello estaría el mar si se llenara de tierra y no se llenara de hombres!

Porque yo no sé, señores, de que sirve tanta sal, y tanta agua, y tantas olas, que humedecen la parte mejor del planeta; pero se me figura, por la poca geografía que olvidé, que si el mundo fuera un poco más sólido no se perdería gran cosa. Es verdad que Colón y otros descubridores de tierras, no hubieran podido lucir sus facultades enérgicas, que Cuba y otras islas estarían en estado de canuto, pero en cambio habría más indígenas en España, no hubiéramos conocido las cotorras y sobre todo hubiérase evitado el último centenario y con ellos grandes atropellos á la historia cometidos en conferencias púbicas y conversaciones privadas, en menoscabo del siglo quince y parte del diez y seis, de los cuales tenemos informes muy honestos y halagüeños.

Continuando en mis trece, no he de callarme que el mar nos dio mucha gloria y muchos víveres y monería, que nos elevó á héroes, con algunas excepciones, que nos hizo ganar muchas batallas de ida y muchos laureles de vuelta, pero hoy por hoy lo tenemos tan descuidado, que á no ser por un ministro de marina, la trasatlántica, algunas islas sabidas y otras perdidas en Dios sabe qué latitudes del Pacífico, apenas recordamos ¡ingratos! que existen olas de agua, hasta el momento que uno se vé trasladado, á una de esas islas propiedad y ha de volverse por él ó bien quedarse en la tierra.

pintura
Santiago Rusiñol: "Racó florit" (1902)

Esta intención, acariciada al mirar aquellos barcos, esbeltos si, alineados en el puerto, pero todos más bailarines que formales al compás del más pequeño oleaje. Mirábalos uno á uno en aquel mercado marítimo como quien busca potro, y no me gustaba ninguno. Este era feo de color, aquel parecía brioso con exceso, el de más allá, con su alto puente, tenía trazas de fortaleza y no me inspiraba confianza. Uno vi, pequeño como un cetáceo, que me atrajo con verdadera simpatía. Era blanco á lo gaviota, largo de formas, elegante de arboladura, y tan quieto dormía y tan dócil me pareció, que diéronme deseos de acariciarle pasándole la mano por sus hermosas espaldas, de besarlo, de darle un terrón de azúcar, y de embarcarme en su seno; pero éste, á quien hubiera confiado mi vida y hacienda y albedrío, por su pequeñez nativa no se lanzaba á temerarias empresas: que era su vida salir con la aurora al impulso de su vela, echar las redes en la bahía y volviendo con el crepúsculo, navegar siempre entre dos luces y siempre con vista á la costa.

No me decidí todavía á abandonar ésta y de nuevo interneme por la isla. Dirigímonos á Raxa por un camino blanco, de una blancura suprema. Tan blanco era, de tal modo corríamos en el coche entre oleadas de polvo, tal brillaba el sol entre aquella atmósfera mate, tal vagaba todo en una vibración de luz, que sentimos la sensación de nadar entre una niebla formada por caliginosos vapores; una niebla que brotaba candente de la corteza del suelo como si éste se evaporara, ana niebla palpable que amodorraba el espíritu. Entre ella pasábamos como entre nubes, navegando entre la tierra y el aire, sin aguas, ni mares, ni otros peligros marítimos. Los árboles, las plantas, los postes y todo lo que rodeaba el camino, se veía anegado, teñido, sepultado por el polvo que mataba la crudeza del color; los objetos adquirían un algo de barniz aristocrático; las sombras no eran sombras, á fuerza de modelarse en el ambiente, y reinaba ea aquel claro camino la armonía de un paisaje sin contornos y sin líneas. Entre aquella vaguedad, á veces pasaba un rebaño y el cielo se oscurecía por la nube levantada por aquella masa viviente; otras veces corría una diligencia á nuestro lado y la veíamos cruzar como un algo que flotaba; momentos hubo que temimos que íbamos á quedar sin isla, volando al cielo entre partículas de la misma tierra... hasta que, saliendo de aquel camino, llegamos á Raxa por otro bien diferente.

Es Raxa una casa señorial, un palacio isleño no parecido á ninguno del continente. Fundólo un cardenal (Antonio Despuig) enamorado de la escultura romana de sus fragmentos de clásica arquitectura, de las lápidas, mármoles, jaspes, y bajos relieves, de las lámparas, amuletos y cien objetos más descubiertos entre los escombros de Roma. Recogió sus tesoros con amor de verdadero arqueólogo, y con ellos vino á la isla y en ella dioles amparo, bajo techo señorial, al fondo de frondosísimo valle.

Es la casa tranquila, de augusta tranquilidad, severa y risueña al mismo tiempo y sencilla como una casa de campo. Su adorno está en el jardín, bello como el jardin de los poetas. Por él suben altísimas escaleras, y vése en él, ya una estatua llena de musgo en sombreada plazoleta, ya un león decorativo, ó un jarrón del renacimiento; aquí se levanta una glorieta intimamente guardada por la yedra; más arriba pasa un muro de cipreses, sirviendo de fondo oscuro á los balustres y desprendiendo el aroma clásico del árbol de la tristeza. Adivínase allí la ciudad muerta, de una opulencia grandiosa, vense los restos de un espectáculo de neo-romanticismo, y uno cree vivir en tiempos que ya se pasaron.

Los hombres de hoy encuadramos tanto en aquel fondo como ingleses retratados en la Alhambra ó payeses vistos en globo cautivo, porque aquella villa á la romana está pidiendo figuras con casacones, cardenales, grupos á lo Fortuny, damas de blanco cabello, bajando por la escalera con aire majestuoso.

Y sin embargo, ese olvido del presente y ese aroma que llega allí del pasado, son el principal encanto de aquel sitio. Respirase allí tal sosiego, el ruido del mundo está tan lejos, que es aquella quietud un bálsamo para la vida, y es aquel rincón de tierra como un claustro del paisaje. En él se logra lo que es difícil lograr en este final de siglo: una paz completamente absoluta, vestida de grata melancolía, un lacio abandono del cuerpo y una muerte de ambiciones, que el aroma del azahar, el aire, la sombra de la colina, la vista de una llanura sin pliegues, todo convida á tenderse en brazos de aquella naturaleza tan cariñosa y tan amante para el hombre, todo llama en aquella placidez armónica á una muda contemplación, todo convida al amor de un sueño de vida eterno.

Acábase el día allí como un suspiro, como si el cielo fuera cerrando los párpados para dormirse en sí propio, como si languideciera el mundo; y allí, entre la vaga claridad de una visión sin relieves, de una atmósfera sin sombras, compréndese la atracción de aquella isla y se la vé más isla y más hermosa que nunca. Allí me la figuré pequeña como el llano que veía, sin otras tierras ni montañas, íntima, risueña como un huerto en eterna primavera, tranquila como un oasis; en vez de mar la creí rodeada de silencio, de un silencio sordísimo que no dejaba llegar las voces embriagadas de aquellos pobres continentes, y sentíla nadar por el aire como un bólido dichoso, y creíme solo en ella sin estar abandonado y me imaginé dormido en una hamaca de flores, viviendo del aire del cielo y libre de las perfidias y maldades de los hombres.

Entonces y sólo entonces comprendí, lo que isla quiere decir. Comprendí, que no es isla lo que dicen las áridas geografías; que isla es aquello en donde se puede soñar sin ruido, en donde se pueden sentir los males de la zozobra, gozando la plácida nostalgia de un pensamiento aletargado, sin reloj que cuente el tiempo; en donde se puede vivir en reposo del cerebro, sin pensar en el mañana, ni en la antipática lucha de nuestra pobre existencia. Lo que creí mal de la isla, parecióme entonces una bendición del cielo, aquella dulce pereza de que hablaba; sentí deseos de adoptarla para siempre y embriagarme de dulce monotonía en aquella isla de isla.

pintura
Santiago Rusiñol: "Flores blaves" (1906)

Pero el hombre propone y hay muchas cosas que disponen en la vida, tan complicada de sí y tan sembrada de tropiezos. Apenas la planta humana echa raíces, con savia del corazón, en algún punto querido, le arranca de allí el viento de otros deseos ó de nuevas contrariedades; cuando se duerme el espíritu en brazos del bienestar, el reloj está despierto y corre como un condenado y el mío había corrido dos meses, y me mandaba con sus signos á otra parte, y me obligaba á marcharme de aquel suelo tan querido, tan bueno, y tan cariñosamente hospitalario.

Otra vez volví á mirar aquel mar y aquellas olas, otra vez á mirar aquellos barcos, hasta que un día, ¡oh ventura! resolví el problema: me propiné un narcótico, que fue lo mismo que propinarme una dosis de potencia soñadora, y me embarcaron medio dormido con ella; comprendí que me alejaba, vi Palma borrarse y perderse en el diáfano horizonte, sentí el vacío de dejar grandes si apenas nacidas amistades, y de nuevo creíme viajar por la isla misma, nadar por las olas en bólido dichoso, correr por los mares en suave arrobamiento, y soñé haber soñado dos meses, dos meses de sol, de luz y de aire en brazos de una eterna primavera.

Santiago Rusiñol
Palma de Mallorca, abril, 1893.

Santiago Rusiñol: Desde una isla / La despedida (La Vanguardia, 13 Mayo 1983)


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