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¿Contrato laboral doloso para una infanta?

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Santa Cristina lo pasó muy mal. «Su martirio es tan largo y sumamente monstruoso que cuesta de creer. Se enfrentó a tres jueces, el primero de los cuales fue su propio padre», un severo gobernador romano, que no toleraba su entrega amorosa a Cristo; la abofeteó, la hizo apalear, que la despellejaran con garras de hierro, pero ella se mantenía serena; insistió su padre «con la tortura de la rueda, el fuego y el tirarla al lago más cercano con una piedra al cuello, pero todas fueron estériles porque Cristina salía victoriosa de las mismas, esa noche su padre murió como producto de la furia». «Más tarde un segundo torturador continuaría con las acciones del padre, torturaron a Cristina con aceite hirviendo, ella hizo la señal de la cruz y no padeció de sufrimiento, más tarde fue llevada al templo de Apolo, en cuanto ella puso un pie en dicho templo, el ídolo se rompió y murió el tirano. […] Finalmente, un tercer juez estaba dispuesto vengar a sus predecesores, tiró a la joven mártir en un horno de fuego, donde permaneció por cinco días sin padecer dolor, más tarde su prisión fue llenada por víboras y Cristina no sufrió de ningún mal, hasta que al final, fue atada a un poste y fue traspasada por las flechas.»

Immaculada
Santa Cristina (c. 1650)
Óleo de Nicolás Regnier

Corporalmente, no es tan horrorosa la suerte de la infanta del mismo nombre, pero tiene un cierto paralelismo. Ha tenido que enfrentarse al padre; quizá sería más apropiado decir que éste no acepta su desenfrenado amor y sus consecuencias, y la ha obligado a someterse a la tortura del potro judicial. Segundo juez. ¿Habrá tercero? Lo que equivale a decir que con el breve y sonriente paseíllo no se ha llegado al final.

De su declaración ante el juez del día 8, por lo que ha trascendido, a pesar de su ignorancia total en las cuestiones de negocios de su marido y del funcionamiento de las sociedades mercantiles, parece que si sabía que su padre advirtió a su marido (el de ella) que tenía que cesar con el tenderete de las dos os (a lo que no debió de dar mucha importancia, pues su padre ya había hecho liquidar una tienda a la otra hija y hermana suya; ella no debía de entender esa manía de su padre. Y es que ella, no muy lúcida, no entendió que los nombres reales no tienen que figurar en los negocios reales: para esto están los alias como los príncipes de nombres onomatopéicos, titulares de barcos azules o mancos de las carabelas, que, en caso perentorio, cargan con el mochuelo. Y ¿cómo iba a pensar que no fuera correcto cargar gastos a la tarjeta de otras dos “o” si seguro que amigos con posibles le habrían dicho que usan sociedades a cuyo nombre tienen el coche, el chalé, la barquita, y cargan las cuentas de “picos, palas y azadones”? Y también le habrán explicado que se puede crear empresas, que vienen a ser algo así como una custodia conectada con cajero automático, para evitar el riesgo de tener metálico en casa.

En fin, entre lo poco que sabe y lo mucho que no sabe, hace pensar que su instrucción no supera el nivel de un jardín de infantes (así llaman en Argentina lo que aquí conocemos como guarderías).

Santa Cristina, perdón, Cristina, la virtuosa e inocente, sólo puede ser acusada de haberse abandonado al amor y a la confianza matrimonial.

Después de contestar claramente a las malévolas preguntas del juez, que hay que pensar que la han inducido a dudar y hasta admitir la incorrecta actuación de su marido, se puede vislumbrar que su gran y confiable amor se le ha caído del guindo, porque a aquél lo ha dejado al pairo y al albur de las mangas con encajes.

Con tanto revuelo, sin embargo, algo preocupante ha quedado a la vista: la posible prevaricación de un emporio crematístico al suscribir un contrato que tiene toda la pinta de ser doloso: asignar un puesto de alta dirección y retribución en el que hay que manejar presupuestos, inversiones y tomar decisiones en el ámbito internacional a una persona sin ningún conocimiento mercantil, financiero y legal, y ni siquiera de cuentas domésticas.


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