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Azorín: En la lejanía: Recuerdos de Mallorca

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Durante unos días fui buscando los artículos de Azorín sobre Mallorca que fue publicando en el ABC de resultas del viaje que realizó a esta isla en 1906. Me regí para conocer las fechas de esos artículos de un librito de Panorama Balear que publicó en 1952 Luis Ripoll Arbós titulado Verano en Mallorca. Posteriormente, en 1917, Azorín publicó en La Vanguardia La amada España: Mallorca cuyo texto utilizó en el libro El paisaje de España visto por los españoles (1917).

Sabía que me faltaba al menos un artículo que Azorín publicó en el "Diario de Barcelona" (04/09/1906) titulado "El veraneo del señor Maura". Este peródico dejó de existir y no encontré nada de él en Internet. He de indicar que la obra de José Martínez Ruiz - Azorín - (1873 - 1967) no es de Dominio Público, por lo que sólo puedo reproducir lo que se halla ya en Internet, indicando su origen.

Todos esos artículos y algunos de Miguel de los Santos Oliver referidos a la estancia de Azorín en Mallorca los recogí en Alta mar (Azorín en Mallorca: El viaje) y los reuní en un pdf y epub (Artículos de Azorín sobre Mallorca (ebook))

Azorín
John Ulbricht: Azorín (1964), óleo; 162 * 130

Ahora, en junio pasado, Abel Bri Aguiló presentó su Tesis Doctoral Literatura de viajes de Azorín. Los artículos de viajes publicados en la prensa periódica (Universidad de Alicante. Departamento de Filología Española, Lingüística General y Teoría de la Literatura) y en ella encuentro que hay otro artículo de Azorín publicado en La Vanguardia el 12 de septiembre de 1911 titulado En la lejanía: Recuerdos de Mallorca:

En la lejanía

Recuerdos de Mallorca

En la región de nuestro pasado, ¿cuáles son las impresiones que subsisten, que son duraderas y definitivas, y cuáles son las que se esfuman, se desvanecen, desaparecen en la lejanía? Hay una lucha entre nuestros recuerdos, como entre todas las cosas y seres del universo; cuando volvemos la vista hacia el remoto horizonte de nuestros días pasados, sólo vemos en él unos pocos detalles, unos pocos rasgos de las cosas, que han sobrevivido entre muchos detalles y rasgos, y que poco á poco van agrandándose, absorbiendo todo lo que les rodea, hasta hacerse luminosos é indelebles. Así—como ha notado Guyau— cuando volvemos á un país del cual salimos hace tiempo , vemos que nuestra visión, la que habíamos conservado en nuestro espíritu, es superior á esta realidad que ahora volvemos á tener ante los ojos; y cuando trasponemos de nuevo los umbrales de la casa que habitamos siendo muchachos, nos sobrecoge la impresión de su angostura y pequeñez. Y de aquí una leve, una íntima, una inefable melancolía que envuelve todo nuestro ser cuando nos percatamos ante este paisaje y en esta casa de que aquellas sensaciones que experimentamos aquí durante nuestros años de adolescencia ó de juventud no los volveremos á experimentar jamás. Definitivamente, irremediablemente, algo profundo é intenso de nuestro ser ha desaparecido para siempre...

Volvamos de cuando en cuando la vista á nuestro pasado; acariciemos nuestros recuerdos. Los viajes, las visitas á los museos, los paseos por las viejas ciudades, las charlas con labriegos y con artesanos de vetustos oficios, nos darán materia para esta silenciosa evocación de aspectos y macices de lo que duró un momento en nuestra vida. Desde la mesa en que escribo estas lineas, al detenerme un instante en mi tarea, veo tierras de España, ciudades de España, hombres de España, paisajes de España, que suscitan en mí un profundo afecto. ¿Por qué al hacer esta requisa mental me detengo ahora con predilección en la lejana tierra balear? Otras veces mi delectación ha tenido por objeto la tierra aragonesa —la noble y dura tierra de Gracián y de Goya;— ó el paisaje áspero y grandioso, elegantemente sobrio, de Toledo; ó la espiritual llanura de Avila — henchida de recuerdos de la gran mujer;— ó las montañas granadinas ó cordobesas; ó las estepas manchegas — también rebosantes del espíritu de otro gran español, imaginario, pero más fecundo y vivo que si fuese real.

Ahora Mallorca ocupa todo el campo de mis recuerdos; mis recuerdos de este bello país no son tan lejanos que el tiempo — como decíamos antes— los haya á la hora presente magnificado. No, estoy seguro de que la realidad corresponde exactamente á mi evocación. Entre estos recuerdos siento, primero, mi estancia en el barco que me había de llevar á la isla; para quien vive constantemente tierra adentro, lejos de las costas, allá en lo alto de una meseta, á seiscientos metros sobre el nivel del mar, en este momento de verse en un barco, sobre el agua, con la inmensa llanada marina enfrente, hay una sensación indefinible. Si sois artistas, si os preocupáis algo de las cosas del espíritu, en este primer instante en que el barco inicia su marcha, y luego cuando ya ha quedado atrás la tierra y tenéis por todos lados la inmensidad; en estos instantes, repito, sentiréis la necesidad de guardar un profundo silencio y de recogeros sobre vosotros mismos. El mar, lo infinito, las olas que van y vienen incesantemente, perpetuamente, eternamente... ¿no hay aquí, en esta inmensidad que ahoga nuestra pequeñez, y en este movimiento eterno de las olas, siempre iguales, siempre distintas, materia para meditar un momento?

Veo luego el crepúsculo vespertino sobre el mar, la lejana luz divina del horizonte que se va apagando; las estrellas que comienzan á parpadear en lo alto; las luces del barco que brillan en la obscuridad de la noche. Y á la mañana siguiente, siento las primeras horas frescas, espontaneas y fuertes del día: horas para gozar en su plenitud de un libro, de un cuadro ó de un fragmento de música; para escribir, para pintar, para exteriorizar, en fin, la personalidad, ecuánime y sosegada, en una obra de arte.

Veo en Palma una calle llena de tiendas y tiendecillas de percoceros y de orives; estos buenos maestros y oficiales de mano que labran el oro y la plata, están atentos en sus talleres y en sus mostradores; en los escaparates de sus tiendas mis ojos buscan esas obras sencillas, casi toscas — arracadas, tumbagas — que han de constituir un recuerdo, un instante de felicidad, en una vida humilde. ¡Oh nobles plateros y aurífices mallorquines que golpeáis con vuestros martillitos sobre el oro y la plata como hace quinientos años golpeaban en este mismo sitio, vuestros antecesores, para labrar las mismas piezas, que habían de ser vendidas á las mismas gentes sencillas!

Veo, camino de Valldemosa, desde un alto balcón, formado á un lado del camino, un panorama de mar inmenso; abajo, al pie del alto mirador, un espeso boscaje cubre la tierra; luego surgen los rudos acantilados; después, el mar se extiende hasta la lejanía infinita. Y lo inolvidable, lo maravilloso, lo que nos sorprende de admiración, son los colores que en este crepúsculo de la tarde tienen la aguas del mar inmediatas á las negras rocas. Nuestra vista se posa en un magnífico cabrilleo de colores: á trechos el mar es azul; á trechos, verde; más lejos de un morado intenso, soberbio. Va cayendo la tarde; cuando el sol está próximo á ocultarse, bajo el cielo radiante, sin nubes, nuestros ojos, desde este mirador de Son Marroig, contemplan como la gama coloreada del mar se va reduciendo á dos colores solos: el violeta y el oro. Todo es violeta y oro en este mar tranquilo; un profundo silencio envuelve la campiña...

Veo, en un alto que hacemos en el camino hacia Sóller, una casa de labor, blanca y clara. La puerta es baja, ancha y arqueada; en el zaguán empedrado de menudos guijos, hay un caballete con un gran cuadro comenzado. Unas higueras pomposas, frescas, ponen su hojarasca alrededor de la casa, hacen resaltar sus hojas claras sobre la blanca cal de las paredes. En esta casa, lejos de los tráfagos mundanos, vive temporalmente un pintor con su mujer: no un pintor famoso, conocido, sino un novicio en el arte, un pintor que comienza ahora y que lucha de la mañana á la noche con la línea y con el color. Una profunda simpatía nos lleva hacia estos artistas que comienzan, llenos de esperanza y de entusiasmo. ¿Llegarán á la obra maestra? ¿No llegarán? ¿Habrá horas de más intensa vida que estas horas de la juventud de un poeta, de un pintor ó de un músico? Y ¿qué cordialidad tan honda no merecerán las mujeres de estos artistas —como la de este pintor— que tienen fe en ellos, que les alientan, que les consuelan y que viven con ellos en la soledad y en la pobreza? ¡Noble lucha, la lucha desinteresada, generosa, llena de dolores y de angustias, por el color y por la línea, por el ritmo ó por el sonido!

Veo, en fin, en esta hora de evocación de las pasadas sensaciones mallorquínas; veo la casa vasta, inmensa, de mi amigo Sureda en Valldemosa; una casa con anchas y asimétricas estancias; con cien pasillos, con cien cuartitos y alcobas, con cien escaleritas estrechas y sombrías; con muebles viejos, con relojes de cuco, con fanales de vidrio sobre la muchedumbre de cómodas que se ven en los incontables gabinetes. La noche ha llegado; una campana suena el «Ángelus». Los doscientos salones, gabinetes y pasillos de la casa están en silencio. Me duermo con sueño dulce, reparador...

AZORÍN.

San Sebastián, septiembre 1911.

En La Vanguardia, 12 de Septiembre de 1911

Prosa clara, hermosa y sensual de Azorín Convendrá añadirlo al pdf y al epub.


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