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No todos los “ruedos” son redondos

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Publiqué dos líneas sobre los toros («Palma antitaurina; ya forma parte de pleno de derecho de la congregación de ciudades con consistorio de mayoría inculta.») y mis buenos amigos Carmen y Vicente han escrito muchas más no sólo sobre toros sino también sobre otros asuntos que han surgido al tirar del hilo. Pienso que debo añadir algo; la cortesía de corresponder y la conveniencia de ser explícito en lo que esbocé son el motivo.

Volapié

Manuel Escribano, que durante la lidia sufrió 
unos duros voltereta y revolcón, 
consuma el volapié apuntando 
el estoque en el hoyo de las agujas

 

A Vicente, que tiene razón en el buen trato de que gozan los toros, infinitamente mejor del que se les da a los animales que se ceban para la alimentación humana, he de informarle o recordarle, que el toro de lidia también es objeto de maltrato animal, especialmente desde que sale de la dehesa hasta que llega al ruedo. ¿Por qué? Por vicios y abusos en el negocio del toreo: para satisfacer los deseos, normalmente de toreros mediocres, y a veces de primeras figuras, a los toros se les transporta en cajones inclinados para que no reposen adecuadamente, en ocasiones, con sacos de arena sobre los lomos para debilitarlos, se les liman las puntas de los pitones y así los terminales de los nervios quedan extremadamente sensibles y el animal sufre dolor al cornear, si se les desmochan los cuernos, pierden la medida de la distancia y cornean en falso, en ocasiones se les droga, etc., y de los corrales pasan a la plaza por un corredor oscuro y al salir por la puerta de chiqueros quedan deslumbrados. En el ruedo, por incapacidad de la cuadrilla y del diestro mismo o por mala ejecución intencionada de las suertes del toreo tampoco el toro tiene el trato conveniente. El toro, no lo olvidemos, es un animal fiero y bravo que se crece con la brega. En las dehesas mueren toros por luchas feroces, a cornada limpia, entre animales de la misma manada.

Con todo, el toreo es más que un entretenimiento, es un hecho cultural, muy por encima de los espectáculos de masas; y nada digamos de su absoluta diferencia con las aberrantes peleas de perros, de gallos y de las de bípedos en un cuadrilátero.

De Carmen, por lo que dice, he de suponer que no ha asistido nunca a una corrida y que desconoce la ancestral incardinación del toro en la religión talayótica y en los ritos y juegos, por lo menos, desde las culturas neolíticas del Mediterráneo y del Próximo Oriente, y, asimismo, la historia, evolución y compleja regulación de la práctica del toreo. No se puede juzgar la validez del toreo por las protestas de unas cuantas pancartas y la exhibición de cuerpos pintarrajeados de rojo movidos por un sentimentalismo simplón. Con esto no quiero decir que no se pueda estar a favor o en contra del toreo, pero tiene que ser con argumentos y razonamiento. En un momento se quiso poner fin a una parte del maltrato animal que se daba en el ruedo: el de los caballos de los picadores, que quedaban muertos o moribundos junto a las tablas, destripados. La solución fue cubrirlos con un pesadísimo armazón que les dificulta la movilidad y evita que los espectadores se enteren de los destrozos y hundimientos de costillas que sufren, con las consecuencias lógicas a que esto les lleva al abandonar la plaza. Hay en los toros otro factor de por sí reprobable, exponer la vida de personas, unas por enriquecerse y otras por un magro estipendio, aunque, hay que admitirlo, existe en la mayoría de los toreros una llamada interna y una pulsión –¿puede llamarse vocación?– para dedicarse a esta actividad, que incluso puede llamarse profesión, la que hay que encuadrar en el ámbito del arte. Un arte, síntesis de geometría y riesgo, que tanto en el torero como en el espectador alcanza momentos de sublime emoción. Una bien trabada serie de verónicas, con las que el torero –bien desplegada la capa, bajando las manos, suave la cadencia– recibe, encela y fija al toro, son comparables en expresión artística a la que pueden producir una obra musical, una pintura, una obra teatral, un ballet, una obra literaria... Y lo mismo puede decirse de una serie de naturales, iniciados citando al toro de frente a la distancia adecuada para darle el recorrido holgado y justo y mandar y templar la envestida, con la muleta sacándola de detrás y adelantándola, planchada, a la altura precisa, y engarzar los pases ganándole terreno al toro y dándole salida con un pase de pecho cuyo pitón derecho roce los caireles de la chaquetilla sin enganchar la muleta. Después de otros lances que omito, en su momento el torero dejará el toro cuadrado y entregado y, marcando los tiempos del volapié o recibiendo, entrará a matar clavando el estoque en el hoyo de las agujas, punto correcto para la digna y pronta muerte del astado.

He descrito, sucintamente, dos suertes del toreo. Como se sabe, hay más, con un léxico muy amplio; y todas tienen su forma apropiada de realizarse, y lo menos cruenta posible, teniendo en cuenta que estamos ante la brega de un animal, en el que prevalece la fiereza, con un hombre que tiene que poner en juego la astucia y la inteligencia para no ser él el muerto durante la lidia y, especialmente, en el embroque final.

Explicación más amplia y consideraciones favorables y negativas en torno al toreo, quien tenga tiempo y ganas, puede encontrarlas en un artículo mío anterior, titulado Toros: no sé si volveré a hacerlo , al que un lector apostilló lo siguiente: «Nunca creo haber leído un comentario acerca de las corridas de toros tan desapasionado e inteligente. Felicidades, Pep. Enlace con el artículo


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