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Las arcadas de Jaume III

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La primera vez fue sin querer.

Eran las rebajas de verano y el aire acondicionado no ofrecía suficientes frigorías para tal aglomeración de crías. En la sillita del minúsculo probador donde se había metido Elena, desechadas, una montaña enorme de prendas. Maldita sea! Todas pequeñas!

Notaba que la cabeza empezaba a darle vueltas y que las notas del bajo de Groundation Chant se quedaban sospechosamente atrapadas entre su estomago y su diafragma. Salió corriendo, buscando el baño, pero como en esas tiendas los empleados están obligados a mentir al respecto, le dijeron: “lo siento, aquí no hay de eso.” Así que vomitó allí en medio, encima de la nueva colección otoño-invierno.

La segunda vez vomitó de rabia.

Al cabo de una semana de aquel incidente, se encontró una tarde contemplando un escaparate de una de esas tiendas con nombre de violín. ¡Esos maniquís son verdaderos esqueletos! ¡Dios! Le dio tanto asco que se metió los dedos hasta la campanilla, se acercó a uno de ellos y le vomitó entre teta puntiaguda y teta.

La tercera vez ya fue premeditada. Y la cuarta, y a la quinta,…

En su momento más álgido, llegó a vomitar tres y cuatro veces por semana. Vomitaba sobre todo en centros comerciales, “department stores” y en las tiendas de moda de un rico empresario español.

Un conocido de Elena, llamado Mateo, se unió a la causa, al oír los rumores que circulaban por la universidad. Empezó a grabarla con su móvil y a colgar los videos en internet.

Mateo admiraba la facilidad con la que Elena se metía los dedos y creaba el caos en las tiendas. Para él, vomitar debía de ser lo más parecido a un parto. Prefería morir de dolor antes que meterse los dedos hasta la yugular. Ella se reía de él por ser tan aprensivo, y él hacía como si se enfadara y la empujaba suavemente, para después abrazarla cariñosamente por los hombros.

A ambos les gustaba pensar que habían formado un pequeño comando de rebeldes antisistema. Por primera vez en la vida, parecía que tenían algo que decir al mundo. Algo bueno. Algo honesto. Algo verdadero.

Y aunque los actos perpetrados eran, por su misma naturaleza, crudos y subversivos, una vez editados en video, revelaban además cierta fuerza estética, incluso poética. Se notaba que Mateo tenia mano de artista. Elena admiraba eso de él.

Lo que empezó con videos sin editar de veinte segundos, fue evolucionando hacía videos de más de un minuto, con música y efectos de luz y color, y cámara lenta. Y lo que empezó con admiración recíproca entre los dos jóvenes, fue evolucionando, entre vómito y vómito, hacía una relación más íntima.

Mateo estudiaba bellas artes y, aunque era tímido, tenía buena planta y bastante éxito con las chicas. Cuando sus amigos de carrera le preguntaban “¿ya te has follado a la gordita bulímica”, él se molestaba hasta tal punto que tenía ganas de enamorarse de Elena, sólo para darles una lección.

Pero la verdad es que Elena no le atraía físicamente. Y eso, como artista reivindicativo, como activista antisistema y, sobre todo, como alguien que cuelga videos en internet en contra de los clichés establecidos por la moda, le creaba serias contradicciones.

Quizá el problema no eran esos kilos de más, sino que siempre veía a Elena en situaciones muy poco sensuales. Por no hablar de ese aroma a regurgitación, que aniquilaba cualquier tentación.

Con el paso del tiempo, las actuaciones del dúo se fueron sofisticando hasta tal punto, que pasaron a ser auténticas performance.

Para el último vídeo de la pareja, quedaron primero en una hamburguesería de una cadena americana, cuyo nombre empieza por Mc. Allí Mateo le enseñó a Elena un video musical de Simian Mobile Disco, en el que aparecen una modelos esparciéndose los espagueti y el kétchup por sus cuerpos semidesnudos, lamiendo tarjetas de crédito, revolcándose encima de la comida, y haciendo toda clase de guarradas hasta transformarse en verdaderos monstruos.

- Dale a grabar, verás!- dijo Elena.

Agarró la hamburguesa con las dos manos y la estrujó con tal ansia que el pepinillo quedó colgando de un lado. Utilizó la lengua para lamer suavemente los bordes de ese sucedáneo de carne hasta llegar al pepinillo, que al contacto con la punta de la lengua cayó encima de la mesa. La mirada de Elena era provocadora y lasciva, como la de las chicas del video. No parpadeaba ni apartaba los ojos del objetivo. Mateo sintió que algo se le removía, y que era más abajo de su aparato digestivo. Ella agachó la cabeza sin dejar de mirar a cámara y aspiró el trozo de vegetal de encima de la mesa, como si de un flan se tratara. Después intentó meterse toda la hamburguesa en la boca, hasta que una señora de la mesa de al lado le llamó la atención.

Oye! Un poquito de… - advirtió la señora, señalando con mirada contrariada a su hijo, que tenía los ojos como platos desde hacía un rato.

Los dos jóvenes pidieron disculpas a la señora y salieron caminado hacía un centro comercial, donde iban a rematar la performance. La idea era cerrar un círculo entorno a la porquería que el capitalismo, a través de sus mecanismos de márquetin, nos intenta vender: el vómito en el mismísimo corazón de las grandes marcas multinacionales era su manera de protestar por esos cánones de belleza que incitan a la bulimia y a la anorexia entre los jóvenes; y ya puestos a vomitar comida, qué mejor qué arrojar la comida basura de otras multinacionales de la misma calaña.

Elena se puso unas gafas de sol y una gorra, para evitar ser reconocida por el guardia de seguridad de la puerta. Al llegar a la sección de ropa de mujer, hizo la señal a Mateo para que diera al play y se metió los dedos como hacía habitualmente, procurando que nadie la viera. En un segundo empezaría el espectáculo. Nunca fallaba. Aquel día, no obstante, hubo que esperar un rato más. Elena hizo que no con la cabeza, y siguió metiéndose los dedos, cada vez más dentro. En una de esas, sintió las arcadas, mucho más fuertes de lo normal, y tuvo que agarrarse a una mesa. Mateo siguió grabando, mientras se acercaba para preocuparse por ella. La hamburguesa salió, al fin, disparada de su cuerpo y prácticamente intacta. Elena cayo desplomada al mismo tiempo y empezó a convulsionar.

¡Elena! ¡Ei!! ¡Ayuda!! ¡Aquí!!- gritó Mateo.

De la boca de la chica le salía una salsa espesa y amarillenta, parecida al puré de patatas.

Enseguida llegó uno de los dependientes.

Ponla de lado, hombre, que se ahoga! –ordenó.

Pero Mateo se había quedado tan estupefacto, que ni siquiera había guardado el móvil, y seguía grabando.

El hombre apartó a Mateo de un empujón y puso a Elena en decúbito lateral. Después metió la mano en su boca para comprobar que la lengua no le estuviera obstruyendo el esófago.

La muerte documentada de Elena sería, sin duda, la culminación perfecta del proyecto artístico-reivindicativo que habían llevado a cabo esos dos últimos meses, y el impacto social sería el mas brutal jamás imaginado.

Pero la muerte de Elena era lo último que quería Mateo. Y es que en la hamburguesería se acababa de dar cuenta de que esa chica le gustaba. Fue un segundo. Nada. Justo después de pedir disculpas a la señora de la mesa de al lado, cuando ella le miró a él con esa mirada dulce y traviesa a la vez. Y ahora, cubierta de vómito, con los ojos en blanco, convulsionando,… Le seguía gustando.

- Elena!! Por favor! ¿Que pasa?

Al fin dejó de convulsionar, y se quedó en calma, con los ojos cerrados, en el suelo, al lado de un expositor con todos los vestidos del mismo color.

Algunas clientas de la tienda le pusieron toallitas húmedas en la frente. Una de ellas, muy delgadita, dijo que deberían levantarle las piernas, que eso según su experiencia era un simple desmayo.

Elena se reincorporó lentamente y la sentaron en una silla.

- ¿Lo has grabado todo? – fue lo primero que preguntó a Mateo.

- Sí.

- Bien.

Una de las dependientas más veteranas (tendría unos 30 años), le dio una toalla y una camiseta, y la acompañó al aseo privado para que se lavara la cara y se cambiara de ropa.

Elena miró la camiseta con recelo. La dependienta al ver su cara le dijo que tranquila, que se la podía quedar. Y señalando una pequeña mancha de lejía que tenía en una de las mangas, le dijo que igualmente no se podía vender.

Pero el recelo de Elena no era por la generosidad de la dependienta, sino más bien por el tamaño de la prenda. Ni en sueños le iba a entrar ese trozo de tela. Pero sí que le entró.

Se miró un par de veces al espejo del lavabo, extrañada aun por lo bien que le quedaba. Y es que con la tontería habría perdido cinco o seis kilos.

Se colocó los pechos y se estiró la camiseta de la parte de abajo. Hacía meses que se había olvidado de los espejos. Aprovechó la intimidad para practicar algunas poses sexys, ladeando la cabeza y poniendo morritos, como hacían sus amigas en las fotos del Facebook. Se puso de escorzo y se ciñó los pantalones a la piel para verse el culo. No pudo contener una tímida sonrisa al verse en esa tesitura.

- ¿Todo bien?- preguntó la dependienta al otro lado de la puerta.

Elena se asustó y apartó enseguida la vista del espejo.

- ¡Muy bien!

Al fin, justo antes de salir del aseo, se le ocurrió que tal vez tendría ahora una pequeña oportunidad de empezar a gustar a Mateo.


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