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Desde la terraza (I) de Miguel de los Santos Oliver

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En estas páginas de Alta mar van apareciendo diversidad de temas. En las últimas fechas me he interesado por el origen del turismo en Mallorca. Primero fueron los viajeros que en sus escritos describieron la isla. Luego fueron los isleños quienes descubrieron esa belleza alabada por los viajeros y, al darse cuenta de su potencial turístico, tramaron la creación de una industria a la que llamaron "de los forasteros".

Se cuenta y se acepta que el iniciador de todo este entramado fue Miguel de los Santos Oliver que desde el periódico La Almudaina, hacia 1890 publicó una serie de artículos bajo el título Desde mi terraza. Se dice que cuando en 1905 se creó el Grand Hotel de Palma, Alzamora, creador y primer presidente de la Sociedad para el Fomento del Turismo agradeció a Oliver aquellos artículos, aceptándolos como los iniciadores de esa industria.

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Desde la terraza

I

Cuando la vida palmesana adquiere animación pintoresca y atractiva es, sobre todo, en este tiempo. La expansión sucede á la clausura monótona, el bullicio de la playa á los recogimientos invernales, el ir y venir de carruajes á la falta de tránsito por las calles solitarias y los polvorientos caminos. La vida fluye y refluye del centro á periferia, de la ciudad vetusta, mitad mora y mitad levítica, á las modernas caserías, que sumergen sus pies en el mar como las Susanas de la antigua pintura, ó asoman entre los árboles su blanquecina frente.

El río de la emigración veraniega manda, sin embargo, su más caudaloso contingente á la costa O. de la bahía. Diríase que queremos imitar al sol en su ruta diaria y asistir más de acerca á su espléndido ocaso. Las pintorescas barriadas que se extienden entre la antigua Cuarentena y la Torre de Pelaires, se pueblan de un animado gentío. A los que allí residen durante los meses de calor, hay que añadir el número no menos despreciable de los flaneurs que diariamente concurren á gozar las plácidas horas de la tarde en los miradores vecinos ó en las rocas de la orilla, después de haber remozado su cuerpo en las purísimas aguas que les ofrece nuestro mar.

Gratísimo aspecto se ofrece al desocupado desde una de estas hermosas terrazas, abiertas á la brisa del mar, que viene cargada de los perfumes salitrosos de las algas y del suave aroma de los pinares. El blanco toldo le preserva de los últimos rayos, ardientes y rojizos, del sol que traspone la colina. Las mecedoras ó las frescas sillas de mimbre ofrecen el codiciado descanso; el limpio anteojo le convida á buscar aquí y acullá los sitios predilectos, las casas conocidas, las pequeñas embarcaciones que cruzan la bahía por todos lados, ha llegado la hora de la expansión, cada cual ha regresado de sus diarias tareas ó sale de la reclusión forzosa a que le condena la temperatura del medio día.

Los risueños poblados del Terreno y de Portopí se extienden en ala por los bajos de la costa, y escalonan por la ladera de Bellver toda la caprichosa variedad de sus perfiles, formando un original hemiciclo. Si la tarde es diáfana, el mar luce toda la opulencia de su azul, ese azul de cobalto sobre el cual destaca la blancura de las pequeñas velas latinas, enhiestas como una ala de palomo. El monte recorta su silueta sobre el cielo límpido; cada dibujo y cada color destaca y brilla con singular pureza. El verde oscuro de las yedras en los jardines recién regados; el verde esmeralda de los pinos más altos, á través de cuyas hojas filiformes se descrenchan y esfuman los rayos oblicuos del sol, como el áurea cabellera de la tarde... Cada vegetación, cada edificio, cada detalle se dibuja valientemente al lado de los demás, con esa frescura de matices del lavado arquitectónico, rica y elemental.

Muestras de todas las formas, esbozos de todos los estilos campestres aparecen en la inaudita diversidad de edificios que se agrupan desordenadamente. Desde la sencilla casa de una sola vertiente hasta las elegantes villas con su balaustrada graciosa y sus terrazas á la italiana; desde la fachada blanca de cal, donde campean regularísimos los cuatro rectángulos de sus persianas verdes y del verde veronés más lozano, hasta la imitación de los pabellones chinescos y los tibores japoneses; desde la forma del chalet suizo vulgarizada por los relojes de Ginebra, hasta esos recuerdos más ó menos próximos de las fachadas del Cairo con sus simétricas franjas encarnadas y pajizas, semejantes á los forros de colchón... exhíbese allí una escandalosa mezcla de géneros, de caprichos ornamentales y de extravagancias policromas.

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Aparecen á nuestra vista todas las escenas del veraneo. Los grupos chillones de los niños que meriendan ruidosamente en la playa; los vestidos claros de las muchachas; el flirt y la animación juvenil de los corros esparcidos por las rocas, por los jardinillos y por los belvederes; las elegantes siluetas femeninas asomadas á las galerías y dando al viento los ricillos indómitos de la frente, todas esas incoherencias dispersas que forman el conjunto agradable de las puestas de sol en la orilla. A los encantos de la moda, mézclanse los de la rusticidad simpática de los pescadores, morenos como un barro cotto que sacan penosamente el boliche ó aderezan en humilde vivac la cena frugal, única recompensa de su heroísmo cuotidiano y sin gloria... Y alguna vez, en el centro de la majestuosa bahía, álzanse los tremendos alcázares flotantes de la guerra naval, con su hormigueo de visitantes, que evocan de un modo vago la impresión producida por el elegante cuadrito del yacht Estrella.

Otras veces os interesan más que las escenas cercanas, las que se desarrollan en el horizonte y allí se dirige la mirada, á aquella finca circular en que se juntan agua y cielo, a aquel término de donde llega el aire virgen «de lo absoluto despoblado», según la feliz expresión de un mallorquín ilustre. Muchísimas tardes puede uno extasiarse en la magnífica riqueza de decoraciones esplendorosas con que engalanan las nubes el ocaso del sol. Ahora son esas nieblas tenues como gasa, difundidas y vaporosas, á través de las cuales parecen dibujarse risueñas y luminosas perspectivas. Corren sobre la línea en que termina el mar, transparentando fugaces escenas mitológicas, suavemente tenidas de una rubicundez etérea. Simulan columnas truncadas, cornisas rotas, rotondas ideales, lineamientos confusos de una acrópolis magna, figuras de rozagantes matronas y de alados genios que vuelan á perderse en las lejanías de un Olimpo, tal como en los techos decorativos de los grandes salones. Otro día se orlan de fuego vivísimo y entreabren poco á poco sus lujosos cortinajes hasta aparecer toda la explosión ígnea de una fragua de Vulcano sobre el húmedo elemento en que corren, salpicados de espuma, los caballos de Neptuno... empujándose para llegar á las regiones de lo desconocido.

Cambia la decoración á medida que avanza el otoño, y lo que hoy son puras visiones del helenismo, mañana se convertirán en brumas sombrías y en espectros románticos de castillos derruidos, de burgos que corren á lo largo de un peñascal interminable, como en los dibujos de Gustavo Doró, de cúpulas orientales afectando los perfiles lejanos de una ciudad moscovita ó de una pagoda asiática. Por último no faltará alguna vez el espeso toldo de nubes que filtre una luz cadavérica y verdosa sobre la bahía, reproduciendo en nuestra longitud meridional los tonos apagados de las marinas dinamarquesas. Tal es el poder mágico de esa paleta colosal que extiende sus colores en el firmamento, combinándolos al capricho del viento y de la luz, de las irisaciones y de los reflejos, para envolver al día que se va, con una deslumbradora y siempre nueva apoteosis.

En más de una ocasión he quedado absorto ante el espectáculo de la pompa diurna y he comparado el prodigio de ese pedazo de costa que forma nuestra encantada bahía con las descripciones de las más ponderadas y de las más hermosas. Ignoro si el cariño patriótico tiene fuerza sobre nosotros mismos, aún contra nuestra voluntad; lo que sí sé decir, es que nada pierde ni ningún detrimento sufre con tal comparación. Por arte de la perspectiva las casas se dan la mano desde el faro de Portopí, pasando por la ciudad amurallada, hasta perderse allá á lo lejos, en el término de Lluchmayor. Palma descuella sobre tantas hijuelas, con el orgulloso núcleo de sus grandes edificios, de su Lonja filigranada, de su Catedral ingente y de su morisca Almudaina, extendiendo los palacios y los caserones antiguos por todo el muro Sur y enseñando toda la crestería de sus campanarios y de sus torres, desde la del Angel hasta el minarete de Santa Clara...

Desde allí llegan á la playa el rumor apagado del vocerío y las lentas vibraciones del toque de la oración de la tarde.

En los primeros artículos de "Desde la terraza", Oliver canta las bellezas de la isla para a continuación proponerlas como destino de esos impulsos que se estaban produciendo entre los ciudadanos europeos de conocer otros parajes. Pero Oliver, atento a esa industria que nacía en Europa, también constata que para recibir a los viajeros, Mallorca tendría que hacer un gran cambio en muchos aspectos.

Conviene ir siguiendo el discurso de Miguel de los Santos Oliver, artículo a artículo y conocer las repercusiones que obtuvo.


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