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Rusiñol: 'Desde una isla' En las cuevas de Artá

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No me es fácil encontrar información sobre Rusiñol y no porque no la haya, sino porque la que encuentro es a grandes trazos, pasando muy por encima las estancias en Mallorca. Más difícil me resulta poder complementar estos escritos periodísticos con las pinturas de Rusiñol. También ocurre que estas entradas en Alta mar nacen día a día, sin preparación previa, sin haber buscado materiales con antelación y haberlos preparado. Es lo que tiene publicar cada día.

En el año 2007, en Es Baluard de Palma se realizó una exposición: "Rusiñol, la pasión por Mallorca". Cuando la visité tuve que dejar la cámara grande en la entrada, por lo que me planteé no volver. Editaron para la ocasión un catálogo con algunos textos de estudio de la obra pictórica de Rusiñol. "Del iluminismo y el simbolismo a la estampa japonesa" indica el título del texto en el que Isabel Coll explica los cuadros de la exposición. Cuenta que en febrero de 1893, acabada la tercera exposición conjunta de Rusiñol, Casas y Clarasó, acompañado Rusiñol de Genis Muntaner; Raimon Casellas, novelista y crítico de arte, Frederic Gomis y del médico Manuel Font, se vinieron a Mallorca. Los compañeros de Rusiñol sólo estuvieron una semana, "después de haber recorrido lo más notable y curioso que esta isla ofrece a los visitantes", dice La Almudaina, dirigida entonces por un hijo de Miguel de los Santos Oliver. Rusiñol se quedó dos meses para pintar. Época iluminista: "la luz era la principal protagonista de las obras hechas en Mallorca. Amplios espacios vacíos donde el sol incidía, posibilitando marcados contrastes de luz y sombre" dice la autora del estudio. En Mallorca, la fuerza lumínica aumenta, ..."el contraste entre luz y sombra se manifiesta en dos obras «Pont sobre el fossat» y «Al costat de la Porta de Sant Anton», que destacan porque una zona fuertemente iluminada contrasta con un primer plano resuelto con un singular efecto de sombra".

pintura
Santiago Rusiñol: "Pont sobre el fossat", 1893

Desde una Isla / En busca de salida

Eran altas horas de la noche y aun seguíamos andando por un camino interminable de la isla. La misma luna que alumbra los continentes, aquella pálida luna cantada por tantos y tantos poetas, aquel astro de la modesta clase de satélites, centro indiferente de miradas melancólicas, aquel reflector de luz que más ó menos difunto se pasea en la anchura del espacio con peligro de dar contra una estrella de los miles de millares que por allí andan con itinerario fijo también, con ser tan grandes, como con itinerario andamos nosotros miserables pigmeos de la estrella de la tierra! aquella luz, en fin, de la noche, alumbraba humildemente el camino y dibujaba nuestras pobres siluetas sobre el polvo.

Íbamos andando á pie, que el caballo no podía ya con nosotros, ni con sí mismo, ni con nadie, é íbamos cabizbajos. ¡Lo que es el hombre! Estábamos en una isla, en una pequeña parte de un planeta, que con perdón sea dicho, si lo borraran del cielo nadie lo echaría de menos en el ancho firmamento; recorríamos tan sólo un pedacito de tierra, un punto blanco perdido en un baño azul, y ¡nos cansábamos, y nos sentíamos sin fuerzas, y sufríamos de abatimiento! cuando esas luces del espacio, sin darse ni un momento de reposo, recorren por minuto un número de kilómetros con larga cola de ceros, llevados de sus alas, de sus inmensas alas misteriosas. ¿Por qué no hemos de tener nosotros unas alitas, por pequeñas que fueran, para ir y venir de la isla al continente,del continente á la isla ó donde quiera? ¿Por qué un pajarraco cualquiera ha de poseer facultades que el rey de la creación compraría á cualquier precio? «El hombre tiene las alas del genio,» nos dirá el que quiera llevarnos la contraria, «el hombre tiene potente imaginación que anda más que los trenes españoles.» «Estamos cuasi conformes» diría el sujeto aquel de Pollensa, pero nosotros poco provistos de estas cómodas retóricas, seguíamos el camino alumbrados por la luna, y ni un pueblo vivo ó en estado talayótico aparecía, y hasta hubo un momento en que temimos dar vueltas sobre nosotros mismos, rodando sobre el eje de un círculo imaginario.

¿Quién sabe, volvimos á pensar filosofando (no habíamos cenado) si en estas cuevas de Artá que vamos á visitar encontraremos un paso que nos libre de éste en que nos vemos cautivos por nuestra mala cabeza? Es tan extraña la tierra! El subsuelo nos guarda tantas sorpresas! El mundo está tan carcomido y se hicieron tantas minas en tiempo de los feudales que iban de una parte á otra para pasar el contrabando! No hay duda que la isla ha de tener tuberías que vayan al continente y que Artá puede ser el salvamento que buscamos. «Andemos, pues, amigos mios, firme la fé y serena la mirada.»

Y anduvimos, y andando andando llegamos por fin al pueblo y en su regazo nos dormimos y soñando ó sin soñar nos despertamos y salimos para las cuevas guiados de nuestro práctico, toda cuya práctica del mundo consiste en entrar y salir de aquellas grutas, que ni él comprende, ni hay quién haya comprendido.

pintura
Santiago Rusiñol: "Al costat de la porta de Sant Anton", 1893

Allí al pie de la cueva se encuentra un pequeño bosque retirado en un remanso.Grandes pinos, con su grata aroma de selva se levantan sobre tupida pradera, dando sombra á una gran mesa de piedra parecida á un altar de sacrificios de los hombres primitivos; levántense los troncos, en desigual espesura, y corre un espejo de agua reflejando aquellos fornidos árboles que prestan al encantado rincón una bienhechora sombra. Llega el mar hasta allí con tal sosiego, tal arisco perfume del bosque aspiran en él los sentidos, tan grato es el ruido de las hojas moviéndose suavemente al impulso de una brisa cadenciosa, tal poesía de la buena se respira, es tan transparente el cielo, tan apacible el lugar, tan bañado de luz y sobretodo inspira todo ello tranquilidad tan druídica, que hace detener el paso y vacilar el pensamiento, dudoso de meterse en ignoradas honduras, dejando aquel encanto del día para entrar en el reino de la noche, cuyas fauces tragadoras se abren á la entrada de la cueva.

En ella entramos, sin embargo, llevados de aquel deseo y de aquella curiosidad de viajero, y entramos despidiéndonos del mundo y de sus galas, confiando la vida á la ventura. Por de pronto subimos una serie de escalones, bajamos por un camino estrechísimo y llegamos hasta el fondo de un fondo, negrísimo y tenebroso. La luz entraba todavía, vacilante, en el fondo de aquel fondo; una luz azulada y débil como un suspiro, una luz de calabozo; una luz agonizante como luz de gótico ventanal herido por los últimos rayos de un sol que vá al ocaso, con sus fibras de plata dibujaba las aristas de raras estalactitas, se deslizaba en la bóveda, se apoyaba dulcemente en los rebordes, y vagaba como en un limbo soñado. Aquí y allá dejaba una sombra horrible, una visión de pozo sin límite ni relieve, una mancha sin fondo que los ojos rechazaban espantados; ya más que diáfana claridad, fue una esperanza refleja; ya más que luz fue un recuerdo de ella misma, y así, bajando siempre, sentimos la sensación de que se apagaba el mundo. Confieso que aquella fue la más profunda impresión que tenía que llevarme de la cueva. Aquel adiós á la luz, aquella presión siniestra de la oscuridad absoluta, diéronme frío en el alma. Sentí como un terror de haberme quedado ciego, un malestar de no saber donde me hallaba, y por más que la razón me decía que todo aquello era remediable y pasajero á voluntad, con tal rapidez apoderóse de mi la nostalgia del ambiente, del aire libre, de la atmósfera y de la mirada del sol, que me hubiera marchado solo, á saber hacia que lado se encontraba la salida.

Pero pronto, acostumbrados los ojos á la luz artificial, aclimatados á la vaga indecisión, fueron distinguiendo detalles y más detalles y gozaron de un algo desconocido. Vieron nacer tenues columnas suspendidas de lo alto bajando gota á gota y estirándose para besar á sus hermanas que van subiendo del suelo con la lentitud de los siglos; diabólicas figuras de formas de aparecidos y de fetos de fantasmas, piezas de una loca y espléndida arquitectura, ciclópeos trabajos de Hércules labrados por manos de pacientes pigmeos. Aquí, de entre lo vago de las augustas tinieblas, veíase surgir la silueta de un dragón misterioso, elevarse la figura de una estatua bizantina con sus pliegues lánguidamente caidos; bajar en arabesco dosel un cúmulo desmayado de tenues estalactitas; más allá, donde no llega la luz, más que verlas, se adivinaban otras extrañas quimeras y más santos y más ídolos y más raras siluetas borrosas como recuerdos perdidos; veíase aquí una columna de alabastro sin un pliegue en su esbeltísimo fuste, levantábase allí una palmera y descubríase de vez en cuando un abismo, dentro del cual lanzando en su fondo una piedra se la oye chocar sordamente contra el muro, como macabro sonido, y bajar á lo profundo y perderse allá en aquellas lugubridades parecidas á los encantados sótanos que soñábamos con horror en los sueños de la infancia.

Una sala se encuentra, donde suenan las paredes como un órgano, donde tiene cada fuste su palabra. En aquella soledad, donde no se oye ni la misma voz del silencio, donde la bóveda es tumba, donde la muerte parece como que oprime las sienes, aquel ruido sonoro vibra al oído como consuelo dulcísimo. Es el arte en su virginidad más pura, el embrión de la música, e! sonido brotando de la misma tierra y naciendo para crecer nota á nota como gota á gota se ha formado aquel caos de sublime sutileza. ¡Cuántos años de labor, de esa labor paciente de la gran Naturaleza, fueron necesarios para labrar aquel antro portentoso! ¡Y pensar que podría formarse de lágrimas una cueva como aquella, reuniendo las que se han llorado en el mundo, tanto han sufrido los hijos del planeta que habitamos y tan viejo es y tanta indiferencia tiene! «Se conoce que para hacer este edificio no se pagaron jornales», diría aquel menestral de la novela de Murger; y tendría razón diciéndolo, que aquí el hombre es admirador de una obra que no es suya y un espectador pasivo; ¡aquí el hombre es un pobre hombre!

pintura
Santiago Rusiñol: "Moll del Jonquet" 1893

Bajamos más por entre aquel laberinto, cruzamos por angostos pasadizos, y pasando por detrás de un recodo estrecho como una mina, llegamos á la sala titulada del Infierno. Es una sala que podría firmar el Dante; una cueva que da pavor, y que tiene la sublime poesía de lo horrible. Allí, las estalactitas son negras como el carbón, de un negro de fuego muerto, de un negro de cueva enlutada; los fustes de las columnas parecen los troncos de una selva enterrada en los primeros momentos de la formación del mundo, las paredes diríamos que han sufrido las torturas de un incendio, y la estancia toda parece ser la de un infierno que se ha ido apagando lentamente.

La verdad es que en aquel fondo no sabíamos si gozábamos ó sufríamos. Siéntese una sensación de peligro, pero de peligro hermoso, un goce de admirar aquel portento mezclado del temor de tener que admirarlo más tiempo del deseado, en caso de perderse en aquel local terrible; un deseo de continuar allí, con ganas de marcharse al mismo tiempo. Uno tras otro seguíamos al guía, observando de vez en cuando sus menores movimientos: si mostraba vacilación en el paso, si palidecía su rostro, si tenía intención de desmayarse; le mirábamos como á un enfermo de cuidado; mirábamos aquella luz como debían mirar la de la Estrella los tres Magos, y él continuaba explicándose, explicándose sin cesar, y nosotros no escuchándole, embebidos ante el espectáculo que cambiaba á cada paso á nuestros ojos.

Imposible saber el camino que seguíamos, tal era de intrincado, irregular y genial, si así pudiera decirse. Allí comprendimos una vez más, que puede existir la belleza sin aquella simetría y equilibrio tan cantado por los viejos académicos: allí era todo inesperado, todo nuevo, sublime todo en su desigualdad perfecta y por allí seguíamos, ya teniendo que agacharnos, ya entrando en un recinto donde el techo se perdía por unas alturas á donde no llegaba la luz, y bajando siempre, como si quisiéramos llegar hasta el centro de la tierra, llegamos al salón de las Banderas.

Llámase así por unos lienzos de peña suspendidos de las columnas, y es quizás el mayor de los salones de aquel palacio misterioso. Dejónos el guía solos con nosotros mismos y trepando por senderos que sólo él ha seguido, le vimos alejarse con la antorcha, subir por entre las peñas, ocultarse detrás de los pilares, y por fin aparecer allá en lo alto, dibujándose su sombra en los peñascos, en inmensa silueta. Hubo un momento en que aquel hombre insignificante nos pareció grandioso. Colocado en aquella altura é iluminado por un fuego de bengala, adquirió proporciones de diablo, de ser maravilloso, de genio de las grutas, ó de fantasma de la noche. Con la luz en la mano, mostrábanos columnas y más columnas que bajaban de lo invisible y se hundían en lo desconocido, grupos de flores petrificadas y plantas inverosímiles, ríos de espuma aglomerados por encanto, aristas sosteniéndose por milagro, paisajes fósiles, visiones submarinas, y qué se yó cuántas locuras espléndidas de la casualidad más hermosa. Fue aquello una apoteosis grandiosa, un final deslumbrador, porque acabado aquel fuego, volvió á apagarse la tierra, á reinar aquella oscuridad solemne, aquel caos de tinieblas que daba angustia y tristeza.

Habíamos llegado al confín de la cueva. «Hasta aquí llega mi distrito» (vino á decirnos con su lenguaje confuso el cicerone). «Mas allá, no ha sido hollado todavía por el hombre» Miramos, ó mas bien sentimos á nuestras plantas aquel «mas allá» terrible y nos quedamos pensativos. ¡Qué habrá en el fondo de este enigma de la tierra! Que de misteriosas y vírgenes soledades debe ocultar en su seno condenadas á una oscuridad eterna! «¡Oh Sol! tú eres el gran consuelo del mundo. Ya que aquí el camino que conduce al continente es tan siniestro, á ti corremos en busca de tu mirada.»

Y desandamos lo andado, y volvimos á pasar por los caminos estrechos, y por las grandiosas salas y por los senderos tortuosos, en busca de aquella luz que deseaba nuestro espíritu, de aquel Sol que nos aguardaba enviando sus destellos á la entrada de la cueva.

Jamás le vi más hermoso, ni más claro, ni echando más fulgores, ni derramando más oro. A su vista parecióme salir de una pesadilla y renacer á la vida, hízomie llorar los ojos que querían mirarlo agradecidos, y declaré que los pueblos de la India que le adoran, no pueden ni podrán ser nunca salvajes.

Santiago Rusiñol
Palma de Mallorca, abril.

Santiago Rusiñol: Desde una Isla / En busca de salida (La Vanguardia, 09 de Abril 1893)


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