¿Cuánto tiempo perdurará la pareja real primera pudiendo descansar los pies egregios en el escabel del trono?
Esta duda no creo que sea una entelequia mía, y no diré que el rey primero se la plantee porque no creo que llegue a tanto –ya su padre, el rey segundo, manifestó que el hijo tenía la preparación “necesaria” para sucederle, con lo que se puede entender que no la considera nada sobrada–, pero quien sí parece tener la mosca tras la oreja es la propia reina primera, que trasluce una cierta desconfianza en la solidez del suelo que pisa y que por su comportamiento circunspecto hace pensar –elevada la categoría de la protagonista a un grado superior– en los versos de Gustavo Adolfo Bécquer. Porque ella nunca se hubiera imaginado que, de golpe y porrazo, les traspasaran un reino no ya en rebajas sino en trance de liquidación por cierre.
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Sólo quien se atreve a afirmar con rotundidad –embobado o cínico– la indudable pureza de una infanta, incontaminada por los desmanes de su marido, que su propia defensa (la de ella) no niega y atribuye (los desmanes) únicamente a él, puede imaginarse un reinado feliz y largo, como de cuento de hadas.