Más que monarquía renovada, parece el juego de “corre que te pillo”, pero en la versión “corre que nos pillan”; o, si se prefiere, “ahí va el cubo y achica, que esto hace aguas”. También, de las presencias y de las ausencias, se puede entender que lo renovado no es la monarquía sino la familia monárquica. Confiando que entre el jolgorio no se note, la familia real ha quedado hecha un cuadro (¿Ha sido Antonio López el Nostradamus borbónico?) con la aportación de apariencia democrática de unas pinceladas plebeyas.
Una mañana clara en un Madrid despejado, sin el menor apretujón en la Plaza de Oriente, con espacio amplio, entre las flores recién plantadas, adoquines cambiados y reyes petrificados, para que los curiosos y los devotos pudieran disfrutar a sus anchas de la bendición monárquica-plebeya desde la desangelada balconada.
El recorrido entre el Palacio de Congresos –con un estrado único y especial para esta solemne ocasión, desmontado a toda prisa después del acto– ha mostrado un Madrid amplio, silencioso –que ni en un día de fiesta en agosto se puede disfrutar–, con las avenidas ribeteadas por discretos grupos, ondeando algunas banderas, expectantes del paso de los penachos blancos flanqueando a la nueva pareja reinante, saludando a bordo del inmarcesible símbolo de la monarquía actual.
El Phantom IV, portador y testigo en actos especiales de la primera familia Española, entre ellos la boda de Don Felipe de Borbón y Grecia (hoy Felipe VI) y de Doña Cristina de Borbón y Grecia (hoy en paradero nebuloso), tiene que ser, por el gran peso que le habrán aportado las ampliaciones del blindaje, un coche, con volante a la derecha, muy estable y seguro para trayectos de exhibición majestuosa y sosegada.
Felipe y Letizia el día de la boda